La obra despliega con ironía y un ácido humor cierta metáfora sobre la realidad social Argentina. Intenta aportar, por un lado, una mirada crítica al despotismo de los países desarrollados por sobre los “en vías de desarrollo” (como es el caso de Argentina), pero, por otro lado, ofrece también una reflexión, una mirada hacia adentro, se sumerge en la identidad nacional y saca a la superficie, sin romanticismos, todo lo que somos.
Los conflictos particulares de cada personaje se van entrelazando a medida que avanza el relato dándole unidad al proceso de la comedia.
Pablo Iglesias estructuró este espectáculo a partir de ciertos rasgos del grotesco. La obra conserva del género discepoleano esa característica fundacional: personajes inestables, que no se conocen ni a sí mismos y que se ven llevados por las situaciones sin poder tomar las riendas en ningún momento. Es de esta contradicción entre la visión distorsionada que cada uno tiene de sí y lo que realmente son que emerge la comicidad.
Nuevamente (ya lo había trabajado en El baile del pollito), el dramaturgo y director toma el Rock como un recordatorio constante de que existe un mundo ideal de sentimiento, pletórico de belleza y perfección pero al mismo tiempo entiende que el Rock no tiene definición "objetiva", cada quien lo define y lo siente a su manera.
CRITERIOS DE LA PUESTA EN ESCENA:
La escenografía y vestuario de esta puesta son de Gabriela A. Fernández quien ya había trabajado con Iglesias en “El baile del pollito”. Como entonces, en “La muerte de Brian” también se busca evidenciar los signos de la teatralidad principalemente partiendo de la intervención del espacio, mixturando elementos escenográficos con la utilización del espacio real que ofrece el Abasto Social Club.
El desarrollo de las acciones completan el criterio de puesta en escena y configura el espectador el clima de la obra.